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Cuestión de óptica

  • 21 febrero 2023 /

Hay un antiguo refrán que reza que “todo se ve según el color del cristal con que se mira”, y, como sucede con las sentencias que recogen la sabiduría popular, tiene esta un poso de verdad indiscutible. Las propias experiencias, o los propios prejuicios, nos hacen matizar la realidad y llegar a formarnos ideas sobre ella que no siempre coinciden con el conocimiento que otros tienen de la misma. Y como el abanico de lo opinable es tan amplio, podemos terminar emitiendo juicios sobre otras personas que más bien reflejan el poco conocimiento que tenemos de ellas, o una curiosa proyección de los particulares defectos de uno mismo.

Decía el poeta comayagüense Ramón Ortega, en su conocido poema “Verdades amargas”, que “hay rasgos de virtud en el malvado y hay rasgos de maldad en el virtuoso”, para hacernos ver que no hay personas “químicamente puras”, si nos atenemos a sus intenciones o a su conducta; que hasta el que tiene fama de “bueno” pude darnos sorpresas, así como el que la tiene de “malo” es capaz de realizar acciones preñadas de bondad. De ahí que no debemos etiquetar a nadie ni asustarnos ante la comisión de un hecho para nosotros reprobable por parte de alguien en quien habíamos depositado nuestra confianza o era destinatario de nuestra admiración. Es mejor tener siempre clara conciencia que somos todos apenas perfectibles, capaces de cometer atrocidades o acometer acciones heroicas en favor de los demás.

Cada mujer, cada hombre, cada ser humano, pelea cada día sus propias batallas, en busca de la mejora personal. Y solo ella o él en su interior saben el esfuerzo que les toma el ejercicio de la virtud. De ahí que resulte injusto juzgarlos y clasificarlos.

Se comete un grave error, y una injusticia, repito, cuando nos enfocamos solo en los defectos de alguien. Ese pobre hombre, esa pobre mujer, terminaría convertido en una especie de monstruo moral, gracias al juicio parcial que hemos hecho de ellos. Igual nos equivocamos cuando, enfocados solo en las cualidades de alguien, concluimos que es una suerte de ente angélico, desencarnado, con los pies siempre elevados por encima del suelo.

Lo mejor, lo legítimo, sería reconocer que, como ya dije antes, cada quién tiene sus batallas; todos tenemos defectos, mayores o menores, contra los cuales peleamos durante años o décadas; unos terminarán por desterrarse, otros morirán con nosotros. Y nadie debe arrogarse el derecho de ser juez de los demás, si acaso de si mismo. Pero, incluso en este último caso, es mejor que sea benigno.